Un hombre que duerme

by - diciembre 06, 2010

Esto es tu vida. Esto te pertenece. Puedes hacer el inventario exacto de tu escasa fortuna, el balance preciso de tu primer cuarto de siglo. Tienes veinticinco años y veintinueve dientes, tres camisas y ocho calcetines, algunos libros que ya no lees, algunos discos que ya no escuchas. No tienes ganas de acordarte de otra cosa, ni de tu familia, ni de tus estudios, ni de tus amores, ni de tus amigos, ni de tus vacaciones, ni de tus proyectos. Has viajado y no has traído nada de tus viajes. Estás sentado y no quieres más que esperar, sólo esperar hasta que no haya nada que esperar: que llegue la noche, que suenen las horas, que los días pasen, que los recuerdos se borren. No vuelves a ver a tus amigos. No abres la puerta. No bajas a buscar el correo. No devuelves los libros que sacaste de la Biblioteca del Instituto Pedagógico. No escribes a tus padres. Sólo sales a la caída de la noche, como las ratas, los gatos, los monstruos. Deambulas por las calles, te deslizas dentro de los pequeños cines mugrientos de los Grands Boulevards. A veces caminas toda la noche, a veces duermes todo el día.

No es que odies a los hombres, ¿por qué habrías de odiarlos? ¿Por qué habrías de odiarte? ¡Tan sólo desearías que pertenecer a la especie humana no fuera acompañado de este insoportable estrépito, que esos pocos pasos irrisorios que hemos dado dentro del reino animal no se pagasen con esta perpetua indigestión de palabras, de proyectos, de grandes comienzos!


No desear ya nada. Esperar, hasta que ya no haya nada que esperar. Deambular, dormir. Dejarte llevar por las multitudes, por las calles. Seguir las cunetas, las rejas, el agua a lo largo de las riberas. Caminar por los muelles, rozar las paredes. Perder el tiempo. Salir de todo proyecto, de toda impaciencia. Estar sin deseo, sin despecho, sin rebeldía.

No has aprendido nada, sólo que la soledad no enseña nada, que la indiferencia no enseña nada: era un engaño, una ilusión fascinante y traicionera. Estabas solo y eso es todo, y querías protegerte; que entre el mundo y tú los puentes se rompieran para siempre.

Un hombre que duerme, Georges Perec

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