Teoría King Kong - Virginie Despentes

by - diciembre 06, 2017




Una tendencia a amar el conflicto.



Escribo desde la fealdad, y para las feas, las viejas, las camioneras, las frígidas, las malfolladas, las infollables, las histéricas, las taradas, todas las excluidas del gran mercado de la buena chica. Y empiezo por aquí para que las cosas queden claras: no me disculpo de nada, ni vengo a quejarme. No cambiaría mi lugar por ningún otro,
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Me parece formidable que haya también mujeres a las que les guste seducir, que sepan seducir, y otras que sepan casarse, que haya mujeres que huelan a sexo y otras a la merienda de los niños que salen del colegio. Formidable que las haya muy dulces, otras contentas en su feminidad, que las haya jóvenes, muy guapas, otras coquetas y radiantes. Francamente, me alegro por todas a las que les convienen las cosas tal y como son. Lo digo sin la menor ironía. Simplemente yo no formo parte de ellas.
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a las heroínas de la literatura contemporánea les gustan los hombres, los encuentran fácilmente, se acuestan con ellos en dos capítulos, se corren en cuatro líneas y a todas les gusta el sexo.
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Todo lo que me gusta de mi vida, todo lo que me ha salvado, lo debo a mi virilidad. Así que escribo aquí como mujer incapaz de llamar la atención masculina, de satisfacer el deseo masculino y de contentarme con un lugar en la sombra. Escribo desde aquí, como mujer poco seductora pero ambiciosa, atraída por el dinero que gano yo misma, atraída por el poder de hacer y de rechazar, atraída por la ciudad más que por el interior, siempre excitada por las experiencias e incapaz de contentarme con la narración que otros me harán de ellas. No me interesa ponérsela dura a hombres que no me hacen soñar.
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pero también escribo para los hombres que no tienen ganas de proteger, para los que querrían hacerlo pero no saben cómo, los que no saben pelearse, los que lloran con facilidad, los que no son ambiciosos, ni competitivos, los que no la tienen grande, ni son agresivos, los que tienen miedo, los que son tímidos, vulnerables, los que prefieren ocuparse de la casa que ir a trabajar, los que son delicados, calvos, demasiado pobres como para gustar, los que tienen ganas de que les den por el culo, los que no quieren que nadie cuente con ellos, los que tienen miedo por la noche cuando están solos.
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Porque el ideal de la mujer blanca, seductora pero no puta, bien casada pero no a la sombra, que trabaja pero sin demasiado éxito para no aplastar a su hombre, delgada pero no obsesionada con la alimentación, que parece indefinidamente joven pero sin dejarse desfigurar por la cirugía estética, madre realizada pero no desbordada por los pañales y por las tareas del colegio, buen ama de casa pero no sirvienta, cultivada pero menos que un hombre, esta mujer blanca feliz que nos ponen delante de los ojos, esa a la que deberíamos hacer el esfuerzo de parecernos, a parte del hecho de que parece romperse la crisma por poca cosa, nunca me la he encontrado en ninguna parte. Es posible incluso que no exista.
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Nos echan la bronca porque los hombres tienen miedo. Como si la culpa fuera nuestra. Resulta asombroso y, como poco, moderno, que sea un dominante el que venga a quejarse de que el dominado no pone bastante de su parte…
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En el mismo orden de cosas, la maternidad se ha vuelto una experiencia femenina ineludible, valorada por encima de cualquier otra: dar la vida es fantástico. La propaganda «pro-maternidad» nunca ha sido tan martilleante. Menudo camelo, el método contemporáneo y sistemático de la doble obligación: «tened hijos, es fantástico, os sentiréis más mujeres y más realizadas que nunca», pero hacedlo en una sociedad decadente en la que el trabajo asalariado es una condición de la supervivencia social, aunque no está garantizado para nadie, y sobre todo para las mujeres. Traed hijos a ciudades donde la vivienda es precaria, donde el colegio dimite, donde se somete a los niños a las agresiones mentales más perversas, a través de la publicidad, la televisión, internet, las empresas de refrescos y todos sus colegas. Sin niños la alegría femenina no existe, pero criar a los niños en condiciones decentes es casi imposible. Es necesario, de todos modos, que las mujeres sientan que han fracasado.
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Los hombres denuncian con virulencia las injusticias sociales o raciales, pero se muestran indulgentes y comprensivos cuando se trata de la dominación machista. Son muchos los que pretenden explicar que el combate feminista es secundario, como si fuera un deporte de ricos, sin pertinencia ni urgencia. Hace falta ser idiota, o asquerosamente deshonesto, para pensar que una forma de opresión es insoportable y juzgar que la otra está llena de poesía.
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¿Qué es lo que exige ser un hombre, un hombre de verdad? Reprimir sus emociones. Acallar su sensibilidad. Avergonzarse de su delicadeza, de su vulnerabilidad. Abandonar la infancia brutal y definitivamente: los hombres-niños no están de moda. Estar angustiado por el tamaño de la polla. Saber hacer gozar sexualmente a una mujer sin que ella sepa o quiera indicarle cómo. No mostrar la debilidad. Amordazar la sensualidad. Vestirse con colores discretos, llevar siempre los mismos zapatos de patán, no jugar con el pelo, no llevar muchas joyas y nada de maquillaje. Tener que dar el primer paso, siempre. No tener ninguna cultura sexual para mejorar sus orgasmos. No saber pedir ayuda. Tener que ser valiente, incluso si no se tienen ganas. Valorar la fuerza sea cual sea su carácter. Mostrar la agresividad. Tener un acceso restringido a la paternidad. Tener éxito socialmente para poder pagarse las mejores mujeres. Tener miedo de su homosexualidad porque un hombre, uno de verdad, no debe ser penetrado. No jugar a las muñecas cuando se es pequeño, contentarse con los coches y las pistolas de plástico aunque sean feas. No cuidar demasiado su cuerpo. Someterse a la brutalidad de los otros hombres sin quejarse. Saber defenderse incluso si se es tierno. Privarse de su feminidad, del mismo modo que las mujeres se privan de su virilidad, no en función de las necesidades de una situación o de un carácter, sino en función de lo que exige el cuerpo colectivo.
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Nunca iguales, nuestros cuerpos de mujer. Nunca seguras, nunca como ellos. Somos el sexo del miedo, de la humillación, el sexo extranjero.
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Camille Paglia es, sin duda, la más controvertida de todas las feministas americanas. Propone pensar la violación como un riesgo inevitable, inherente a nuestra condición femenina. Una libertad increíble de des-dramatización. Sí, habíamos salido afuera, a un espacio que no era el nuestro. Sí, habíamos sobrevivido en lugar de haber muerto. Sí, estábamos en minifalda solas sin un tío que nos acompañara, de noche, sí, habíamos sido idiotas, y débiles como las niñas aprenden a serlo cuando las agreden. Sí, eso nos había ocurrido a nosotras, pero por primera vez comprendíamos lo que habíamos hecho; habíamos salido de casa, porque en casa de papá y mamá no pasaba nada interesante. Habíamos corrido el riesgo, habíamos pagado el precio, y más que sentir vergüenza por estar vivas podíamos decidir levantarnos y recuperarnos lo mejor posible.
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Nada podía ser peor que quedarme en mi habitación, lejos de la vida, cuando ocurrían tantas cosas fuera.
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Pero las mujeres sienten aún la necesidad de afirmar: la violencia no es una solución. Por tanto, el día que los hombres tengan miedo de que les laceren la polla a golpe de cúter cuando acosen a una chica, seguro que de repente sabrán controlar mejor sus pasiones «masculinas» y comprender lo que quiere decir «no».
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No estoy furiosa contra mí por no haberme atrevido a matar a uno de ellos. Estoy furiosa contra una sociedad que me ha educado sin enseñarme nunca a golpear a un hombre si me abre las piernas a la fuerza, mientras que esa misma sociedad me ha inculcado la idea de que la violación es un crimen horrible del que no debería reponerme.
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Esas fantasías de violación, de ser tomada por la fuerza, en condiciones más o menos brutales, que yo declino a lo largo de mi vida masturbatoria, no me vienen out of the blue. Se trata de un dispositivo cultural omnipresente y preciso, que predestina la sexualidad de las mujeres a gozar de su propia impotencia, es decir, de la superioridad del otro, más bien a gozar contra su propia voluntad que como zorras a las que les gusta el sexo. En la moral judeo-cristiana, más vale ser tomada por la fuerza que ser tomada por una zorra, nos lo han repetido suficientemente. Hay una predisposición femenina al masoquismo que no viene de nuestras hormonas, ni del tiempo de las cavernas, sino de un sistema cultural preciso, y que tiene implicaciones perturbadoras en el ejercicio que podemos hacer de nuestra independencia. Voluptuosa y excitante, resulta también perjudicial: que nos atraiga lo que nos destruye nos aparta siempre del poder.
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Cuando Valery Giscard d’Estaing prohíbe el porno en los cines, en los años 70, no lo hace respondiendo a una protesta popular —la gente no salió a la calle gritando «no podemos más»— o a un aumento de los problemas sexuales. Lo hace porque las películas porno tienen demasiado éxito: el pueblo llena las salas y descubre la noción de placer. El presidente protege al pueblo francés de sus ganas de ir al cine a ver buenas películas de sexo, A partir de ese momento, el porno será objeto de una censura económica asesina. Ya no habrá posibilidad de realizar películas ambiciosas, de filmar el sexo como se filma el cine bélico, romántico o de gangsters. Se dibujan así las fronteras del gueto, sin ninguna justificación política. La moral que se protege es la que vela por que los dirigentes sean los únicos que tengan la experiencia de una sexualidad lúdica. El pueblo tiene que estarse quieto, sin duda demasiada lujuria podría interferir en su rendimiento en el trabajo.
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He aquí el concepto punk, no hacer lo que te dicen que hagas.
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Guarden sus heridas, señoras, porque podrían molestar al torturador. Hay que ser una víctima digna. Es decir, que se sepa callar.
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Pero no hay muchos Bukowskis, la mayoría de las veces se trata simplemente de un paleto cualquiera.
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Pero cada uno lleva la vida que debe llevar, y todo eso no funciona en mi caso. No soy dulce no soy amable no soy una pija. Tengo subidones de hormonas que me causan estallidos de agresividad. Si no viniera del punk-rock, me avergonzaría de lo que soy. Incapaz de adaptarme hasta ese punto. Pero vengo del punk-rock y estoy orgullosa de no lograrlo.
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De ahí que surja una proposición simple: iros todos a tomar por el culo, con vuestra forma condescendiente de mirarnos, con vuestras simulaciones de fuerza garantizadas por el colectivo, vuestra protección puntual o vuestra manipulación de víctimas para las que la emancipación femenina sería algo difícil de soportar. Lo que sigue siendo difícil es ser mujer y aguantar todas vuestras estupideces. Las ventajas que vosotros sacáis de nuestra opresión en realidad son trampas.
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Existe una clase de fuerza, que no es ni masculina ni femenina, que impresiona, que enloquece, que da seguridad. Una capacidad de decir que no, de imponer una visión propia de las cosas, de no ocultarse. Me da lo mismo que el héroe lleve falda y tenga dos tetas como melones o que la tenga como un toro y fume puros.

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