Cioran, Manual de antiayuda

by - julio 23, 2019




Lo peor de Manual de antiayuda es su querer ser sin llegar a ser. Su intento de aproximarse a Cioran con el lenguaje de Bukowski o Beigbeder; y a Bukowski, en la carrera de las palabras no se le puede ganar. Si por algo se salva es por las referencias y por los referentes, de Baudelaire a Pessoa, de Nietzsche a Sartre. Solo salvo esas citas de otros, porque con esas palabras es imposible construir un mal libro. 

La sociedad en que vivimos quiere destruirnos. El arma que emplea es la indiferencia, y hay que poner el dedo en la llaga y apretar bien fuerte. Hablar de lo abyecto: la enfermedad, la ausencia de amor, la fealdad… pero sin adherirse a ninguna idea ni profesar ninguna militancia. La militancia es para la gente feliz. MICHEL HOUELLEBECQ
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En eso consiste la lucidez: en despertar y comprender que la vida no está a la altura. ¡Claro que la vida tiene cosas buenas! Buenas películas, buenas amistades, buenos manjares… Pero no hablo de árboles, sino del bosque: la vida es un bosque tétrico. Son pocos los que se atreven a levantar la vista; la mayoría prefiere encadenarse a su árbol —a su trabajo, a sus hijos, a sus parejas—, aunque el árbol esté, a menudo, torcido y plagado de hongos. Todo con tal de no ver.
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«Puedo decirle que mi vida ha estado dominada por la experiencia del tedio. He conocido ese sentimiento desde mi infancia. No se trata de ese aburrimiento que puede combatirse por medio de diversiones, con la conversación o con los placeres, sino de un hastío, por decirlo así, fundamental y que consiste en esto: más o menos súbitamente en casa o de visita o ante el paisaje más bello, todo se vacía de contenido y de sentido. El vacío está en uno y fuera de uno. Todo el Universo queda aquejado de nulidad. Ya nada resulta interesante, nada merece que se apegue uno a ello. El hastío es un vértigo, pero un vértigo tranquilo, monótono; es la revelación de la insignificancia universal, es la certidumbre llevada hasta el estupor o hasta la suprema clarividencia de que no se puede, de que no se debe hacer nada en este mundo ni en el otro, que no existe ningún mundo que pueda convenirnos y satisfacernos. A causa de esta experiencia —no constante, sino recurrente, pues el hastío viene por acceso, pero dura mucho más que una fiebre— no he podido hacer nada serio en la vida. A decir verdad, he vivido intensamente, pero sin poder integrarme en la existencia. Mi marginalidad no es accidental, sino esencial.
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«Ahora sé que la nada lo era todo», escribe José Hierro en su poema «Vida»:
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Tampoco se elige ser lúcido: la lucidez nos elige. Un buen día, algo —una tragedia personal, el angustioso silencio del universo, un trabajo ignominioso— nos hace despertar. Hasta ese instante todo encajaba: usábamos las herramientas, nos relacionábamos con los demás, disfrutábamos de los objetos y las cosas, el mundo estaba bien hecho (Jorge Guillén), y todo lo hacíamos de una manera sana, sin dobles intenciones, sin preguntarnos qué sentido tenía hacer lo que hacíamos. Pero la lucidez envenena nuestra manera de estar en el mundo. Equivale a una grieta, a una resquebrajadura: traza una línea en el suelo y nos coloca a un lado, solos y estupefactos. Desde nuestro lugar vemos el mundo, pero ya no podemos participar en él.
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Cioran comprendía que hemos nacido desnudos de cuerpo y de espíritu en una tierra indiferente, pero con la extraña enfermedad de la conciencia. FÉLIX DE AZÚA
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«Prefiero ser un Sócrates insatisfecho antes que un cerdo satisfecho», manifestó Stuart Mill, y alguien se preguntará: «¿Y no sería mejor ser un Sócrates satisfecho?». ¡Toma, pues claro! Pero, queridos amigos, no se puede tener todo. Estamos obligados a elegir: saber o no saber, luz o tinieblas. Y saber hace daño.
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«Nunca entenderé cómo se puede vivir sabiendo que no se es, por lo menos, eterno» (IN), escribe Cioran.
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«El mismo sentimiento de no pertenencia, de juego inútil, donde quiera que vaya: simulo interesarme por lo que no me importa, me afano por automatismo o por caridad, sin involucrarme jamás, sin estar nunca en ninguna parte. Lo que me atrae está en otro lado, y ese otro lado no sé qué es»
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«Quienes se afilian a un partido creen diferenciarse de quienes lo hacen a otro, cuando todos ellos, desde el momento en que escogen, coinciden en lo profundo, participan de una misma naturaleza y no se diferencian más que aparentemente en la máscara que asumen. Es estúpido pensar que la verdad depende de la elección, cuando, en realidad, toda toma de posición equivale a un desprecio de la verdad»
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«La única experiencia profunda es la que se hace en soledad. La que es el efecto de un contagio no deja de ser superficial: la experiencia de la nada no es una experiencia de grupo»
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«La duda cae sobre nosotros como una calamidad; lejos de elegirla, caemos en ella. Y en vano intentamos deshacernos de ella o eludirla, no nos pierde de vista, pues no es siquiera cierto que caiga sobre nosotros, estaba en nosotros y estábamos predestinados a ella» (CT).
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«Después de una larga intimidad con la duda, llegas a una forma particular de orgullo: no te consideras más dotado que los otros, sino solo menos ingenuo que ellos. De nada sirve que sepas que tal o cual está dotado de facultades o conocimientos en comparación con los cuales los tuyos apenas cuentan: todo será inútil, lo consideras como alguien que, inepto para lo esencial, se ha enredado en lo fútil. Si ha pasado por adversidades sin cuento y sin nombre, te parecerá que no ha llegado ni mucho menos a la experiencia única, capital, que tienes tú de los seres y las cosas: un niño, niños todos, incapaces de ver lo que solo tú —el más desengañado de los mortales, sin ilusión alguna sobre los demás y sobre ti— ves. Pero conservarás una pese a todo: la —tenaz, indesarraigable— de creer no tener ninguna. Nadie estará en condiciones de quitártela, pues, a tu juicio, nadie tendrá el mérito de estar tan de vuelta de todo como tú. Frente a un universo de engañados, tú te erigirás en solitario, con la consecuencia de que nada podrás hacer por nadie, como nadie podrá hacer nada por ti»
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La lucidez no es la depresión del pobre, del parado, del enfermo, sino una desesperación correcta, la gallarda angustia de quien, tal vez por un exceso de candor, esperaba más, suponía que había más.
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No hay que dejar de arremeter contra la vida, no hay que dejar pasar ninguna oportunidad de afearle la conducta, no sea que se piense que nos conformamos o que nos da lo mismo ocho que ochenta, morir que vivir. No somos santos ni filósofos ni sabios budistas: tenemos todo el derecho al pataleo. Despleguemos las pancartas, tomemos la calle. Aunque no sirva de nada, que se sepa: NO NOS PARECE BIEN TENER QUE MORIR.
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La infancia es como la mítica civilización de Tartessos, tiene algo de Atlántida, de lugar legendario cuyos vestigios nos obstinamos en rastrear, como si fuera posible reinterpretar y reconstruir aquel tiempo añorado.
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Lo que resulta chocante es estar a favor de esa biología maligna que, haciéndonos crecer, nos sitúa al borde de un precipicio, nos da un leve empujón y se va por donde ha venido, riéndose de nosotros.
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uno tiene que sentir que ha sido laboralmente llamado a algo —en este caso no se sabe por quién o por qué, si de nuevo por Dios, por la naturaleza o por los cuerpos celestes—, que ha nacido para hacer algo, que ha venido a este mundo a trabajar en algo. «Yo he nacido para ser abogado», dicen unos; «yo tengo vocación de médico», dicen otros. Quienes están muy integrados en la vida encuentran de lo más normal el hecho de tener una vocación; lo contrario, que alguien no sienta deseos de convertirse en nada, que alguien no aspire a ser esto o aquello, abogado o electricista o maestro, les parece una frivolidad y una memez. Pero ¿qué hay de «normal» en querer ser, por ejemplo, dentista?
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Deberíamos recuperarnos a nosotros mismos, urdir un motín contra el trabajo antes de que sea tarde y nos desfigure y nos convierta en imbéciles sin remisión. Quienes detestan el trabajo y admiten que, de poder hacerlo, dejarían de trabajar, son aquellos individuos con los que se podría contar en un hipotético levantamiento.
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Lo verdaderamente peligroso no es aburrirse de algo o con algo, sino encontrarlo todo dramáticamente aburrido. Una cosa es que una película nos aburra y otra que la vida, la existencia, el mundo, todo cuanto existe nos aburra. Más que aburrimiento, esa sensación es el tedio, el hastío de vivir. Cioran gustaba de utilizar la palabra acedía:
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Quevedo concluye su Buscón con una advertencia imprescriptible: «nunca mejora su estado quien muda solamente de lugar y no de vida y costumbres».
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 Pero uno sospecha que tratar de combatir el tedio visceral con turismo es como hacer una chapuza en el alma, un apaño, como poner un parche de cinta aislante para que el grifo de la indiferencia que tanto brea al aburrido deje de gotear (cuando lo que habría que hacer es cambiar toda la tubería), unos primeros auxilios para una enfermedad que, como poco, requiere ingreso e intervención quirúrgica.
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«no te duele nada pero preferirías un dolor preciso antes que lo indefinible de la angustia. La enfermedad misma es un contenido (y sustancial) comparado con la indiferencia agobiante y difusa del hastío, en el que te encuentras bien, aunque preferirías el mal de una enfermedad concreta. Nos quejamos de cualquier dolor por su precisión. La enfermedad es ocupación; el hastío no. Por eso se parece a una liberación de la que querríamos escapar. Esta es la paradoja del hastío: que es una ausencia y que no podemos sustraernos a ella. Comparado con la enfermedad, es una salud insoportable, irritante, un bien sordo y monótono que solo es grave por lo indeterminable e infinitamente vulgar de su carácter. Un restablecimiento que no se termina nunca… ¿El hastío? Una convalecencia incurable»
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«Yo no soy de aquí; condición de exilio en sí; en ninguna parte me encuentro en casa: absoluta falta de pertenencia a nada»
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«Me siento desapegado de cualquier país, de cualquier grupo. Soy un apátrida metafísico, algo así como aquellos estoicos de fines del Imperio romano, que se sentían “ciudadanos del mundo”, lo que es una forma de decir que no eran ciudadanos de ninguna parte»
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El maestro Bernhard cierra su relato Ungenach con esta brutal reflexión: «Creemos haber vivido y, en realidad, hemos muerto lentamente. Creemos que todo ha sido una lección, y sin embargo no fue más que una extravagancia. Miramos y reflexionamos y tenemos que contemplar cómo todo lo que miramos y lo que reflexionamos se retira, cómo el mundo, que nos propusimos dominar o, por lo menos, cambiar, se nos retira, cómo el pasado y el futuro se nos retiran, cómo nos retiramos de nosotros, y cómo, con el tiempo, todo nos resulta imposible. Existimos todos en un ambiente de catástrofe. Nuestra disposición es una disposición que tiende a la anarquía. Todo lo que hay en nosotros está continuamente bajo sospecha. Donde está la debilidad mental, donde no está, está la insoportabilidad. En el fondo, el mundo, desde dondequiera que lo miremos, se compone de insoportabilidad. El mundo nos resulta cada vez más insoportable. El que soportemos lo insoportable es la capacidad para el tormento y el dolor, durante toda la vida, de cada uno, hay en ello algunos elementos irónicos, un idiotismo irracional, y todo lo demás es calumnia».
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Dejó dicho Charles Bukowski: «Soy indiferente a la destrucción de la raza humana, me da exactamente igual. Si barrieran de la Tierra a toda la humanidad, no se perdería nada». No es que la gente le asqueara de un modo insuperable, sino que se trataba de algo más simple: «Yo no era un misántropo ni un misógino, pero prefería estar solo. Era agradable sentarse solo en un recinto pequeño y beber y fumar. Siempre supe hacerme compañía».
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«¡No tener ya nada en común con los hombres salvo el hecho de ser hombre!»
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Es irónico que seamos capaces de imaginarlo todo y que no podamos ser nada más que hombres;
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«Un gran paso adelante fue dado el día en que los hombres comprendieron que, para mejor poder atormentarse unos a otros, necesitaban reunirse, organizarse en sociedad»
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Nietzsche es todavía demasiado humano. Después de todo lo que había derribado, tras haberse liberado del yugo de los valores cristianos, finalmente la solución radicaba en… ¡el hombre! ¿Quién que conozca al hombre de cerca puede creerlo capaz de la transformación a mejor que vaticinaba Nietzsche? Conocer al hombre es despreciarlo,
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«Cuando paso días y días entre textos en los que no se habla más que de serenidad, de contemplación y de despojamiento, me dan ganas de salir a la calle y de romperle la cara al primer transeúnte»
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«Cuando yo era joven, pensaba en la muerte en todo momento. Era una obsesión, incluso cuando comía. Toda mi vida estaba bajo el imperio de la muerte. Ese pensamiento nunca me ha abandonado, pero con el tiempo se ha debilitado. Sigue siendo una obsesión, pero ya no es un pensamiento. […] A fin de cuentas, no hay otro tema. Desde luego, es mucho mejor no pensar en ella, pero nada hay de anormal en hacerlo. No hay otro problema. Precisamente porque yo he estado a la vez liberado y paralizado por ese pensamiento de la muerte, no he hecho nada en mi vida. Cuando se piensa en la muerte no se puede tener una profesión. Solo se puede vivir como he vivido yo, al margen de todo, como un parásito. La sensación que siempre he tenido ha sido la de inutilidad, de falta de objeto. Podemos decir que es enfermizo, pero lo es solo en sus efectos, no desde un punto de vista filosófico. Filosóficamente, es de lo más normal que todo nos parezca inútil. ¿Por qué habríamos de hacer algo? ¿Por qué? Creo que toda acción es fundamentalmente inútil y que el hombre ha frustrado su destino, que era el de no hacer nada»
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«no necesitamos matarnos. Necesitamos saber que podemos matarnos. Esa idea es exaltante. Te permite soportarlo todo»
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«Solo hay que escribir y sobre todo publicar cosas que hagan daño, es decir, que recordemos. Un libro tiene que hurgar en las heridas, incluso provocarlas. Debe ser la causa de un desasosiego fecundo, pero, por encima de todo, un libro debe constituir un peligro»

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